domingo, 23 de enero de 2011

A SANTIAGO POR AVILA (AREVALO)


A LOS PIES DE LA LUGAREJA
El peregrino, que ya está cerca de Arévalo, a donde llegará caminando por un carril bici, se rinde ante la majestuosidad de este emblema de la arquitectura mudéjar abulense, declarado monumento histórico artístico en el año 1931.


El peregrino que abandona Tiñosillos caminando entre extensos y tupidos pinares sabe que por esa zona, en el término municipal de San Vicente de Arévalo, se encuentra la ermita del Cristo de los Pinares, imagen románica del crucificado de la segunda mitad del siglo XII que goza de gran devoción entre los pueblos de la comarca, celebrándose una romería el día 14 de septiembre a la que acuden multitud de peregrinos, muchos a pie e incluso descalzos, sacando al Cristo en procesión para disfrutar luego de un agra-dable día de campo.
El peregrino sabe también, aunque no ha tenido la oportunidad de verla, que la imagen del Cristo ha sido recientemente restaurada a cargo de la Diputación Provincial a través de la Institución Gran Duque de Alba y que se muestra sin la túnica y peluca con que habitualmente se ha conocido a este Cristo de los Pinares, por lo que se podrá admirar la talla románica tal y como se concibió, lo que le parece una bue-na idea, aunque reconoce que posiblemente no sea del agrado de muchos devotos acos-tumbrados a ver la imagen del Cristo vestida.

El peregrino, que ya está cerca de Arévalo a donde llegará caminando por un carril bici, observa como a su izquierda, en la carretera que va a la Nava de Arévalo, se muestra majestuosamente La Lugareja, declarado monumento histórico artístico en 1931, uno de los más bellos e interesantes monumentos de lo mudéjar de la Moraña, según palabras de Gómez Moreno, que se levanta sobre un promontorio en lo que fuera la aldea de Gómez-Román, fundada según la tradición por los hermanos Gómez y Román Narón, caballeros franceses residentes en este «lugarejo», pequeña aldea o alquería, que dio nombre al monasterio.
El peregrino sabe que no podrá visitar este lugar porque le queda fuera de su camino y porque es propiedad privada, aunque le han informado que se puede visitar la iglesia los miércoles de 13 a 15 horas según un acuerdo al que han llegado los propietarios de la finca y el Servicio Territorial de Cultura de la Junta de Castilla y León mientras se re-suelve el contencioso entre los propietarios y el Obispado de Ávila sobre la propiedad de la iglesia, conflicto que ha impedido durante los últimos años celebrar la romería que se celebraba el primer domingo de junio, por lo que el peregrino se tendrá que confor-mar con verla desde la distancia aprovechando el claro día que le ha salido y unos pequeños binoculares que no suelen faltar en su mochila.
Lo que ve el peregrino desde ese carril bici es lo que resta de lo que debió ser un templo de considerables dimensiones que estaría incluido en un principio en un conjunto monacal masculino documentado en el siglo XII, según una bula de 1178 en la que apa-rece como «Monasterio de Santa María de Gómez Román», que pasaría a ser ocupado por una orden benedictina femenina a mediados del siglo XIII, hasta que en 1524 las religiosas se trasladaron a Arévalo por obra del famoso alcalde Ronquillo que obtuvo del Emperador reubicarlas en las casas que los Reyes Católicos tomaron a los Becerras que, aunque fueran patrimonio real, nunca fue el palacio real de Enrique II de Trastámara, como apunta Gómez Moreno, edificio que existía cuando publicó su «Catalogo Monumental» y que fue derribado en la década de los setenta del pasado siglo.
El peregrino tiene suerte de que la cabecera esté orientada hacia donde él se encuentra por lo que, a pesar de la arboleda que la rodea, puede divisar su triple ábside que le indica que la desparecida iglesia constaría de tres naves, ábsides de medio punto, altos y esbeltos, que supone partirían de un zócalo, seguramente de mampostería, hasta el remate de frisos de esquinillas, decorados con arcadas dobles ciegas, tapiados tanto con piedra caliza como por ladrillo y perforados por finas y alargadas saeteras que desde la lejanía dan una sensación de esbeltez y verticalidad al conjunto.
Pero lo que con más nitidez ve el peregrino es el gran volumen de la edificación que supone el cimborrio rectangular, que lógicamente albergará una cúpula que el peregrino no va a poder ver, decorado con siete arcadas ciegas por cada cara, aunque su perspectiva sólo le permita ver dos, excepto la central que sería suficiente para iluminar el interior, más cortas que las de los ábsides, rematadas tanto por arriba como por abajo también por frisos de esquinillas.
Este cimborrio que el peregrino ve desde la lejanía posiblemente se trate de un elemento excepcional ya que es una solución poco frecuente en el mudéjar que grandes cimborrios acojan, como debe de ser en este caso, grandes cúpulas que se apoyaran so-bre pechinas.
Poco más puede ver el peregrino de esta Lugareja que por muchos ha sido catalogada como ejemplo de conjunción de la austeridad cristiana y la sensualidad musulmana en un perfecto equilibrio. Lugareja que ha sido vista y estudiada desde diversos puntos de vista, pero que el peregrino ha tenido en privilegio de verla desde el Camino.

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