martes, 14 de agosto de 2018

Primer premio del II concurso internacional de cuentos sobre el Camino de Santiago


El niño que arrugaba la nariz
Autor: Miguel A. Gutiérrez Naranjo
Juan arrugó la nariz. Siempre la arrugaba cuando había algo que no le gustaba o que no entendía bien. Como cuando su maestra castigaba a toda la clase sin recreo o cuando mamá decidía que no debía comer más golosinas. A veces, cuando arrugaba la nariz, también apretaba un poco el labio de abajo. No lo hacía queriendo, sólo que al arrugar la nariz los labios se le subían un poco. Como a ti, que lo estás probando ahora. ¿Ves? En realidad, arrugar la nariz no era más que una manera de expresar que algo no le cuadraba bien, como cuando mamá le dio la noticia del verano.

- Juan, papá y yo hemos pensado que vas a pasar unos días con tu tío Edelmiro mientras que la abuela esté en el hospital. No te preocupes. La operación de la abuela no es complicada y todo saldrá bien. El tío Edelmiro está estos días de hospitalero en el Camino de Santiago, así que mañana te llevaremos en coche.
Juan no dijo nada. Entendía que mientras que la abuela estuviera en el hospital, papá y mamá tendrían que dedicarle mucho tiempo y alguien debía ocuparse de él. No obstante, no sabía qué era el Camino de Santiago y cómo sería eso de vivir unos días con el tío Edelmiro, así que arrugó la nariz.
- ¿Hospitalero en el Camino de Santiago? ¿Eso qué es?
- Mañana lo verás -dijo papá en tono misterioso-.
Y Juan volvió a arrugar la nariz.
Cuando llegaron el tío Edelmiro los estaba esperando en la puerta. Aquello no era la casa del tío Edelmiro. El tío vivía en la ciudad y aquello era un pueblo pequeño. Además, aquella casa era muy grande para una persona sola. Se notaba que papá y mamá tenían prisa por volver con la abuela, así que apenas intercambiaron unas palabras con el tío, le dieron a él un beso, le dijeron que se portara bien y se marcharon.
- ¿Qué prefieres, la litera de arriba o la de abajo? -fue lo primero que dijo el tío Edelmiro cuando se quedaron solos-.
- La de arriba, tito.
La casa tenía varias literas en una sala grande, pero el tío Edelmiro tenía una habitación pequeña para él en la que había una litera y él dormiría en el colchón de arriba. Aquello era muy raro, porque había muchas camas pero no había nadie. Juan arrugó la nariz. No sabía si preguntar o no, pero al final se decidió.
- Tito, ¿para quienes son todas estas literas?
- Para los peregrinos.
- ¿Peregrinos?
- Sí, los peregrinos. Es gente como tú y como yo que está haciendo el Camino de Santiago. Cuando llegan aquí están muy cansados. Vienen caminando desde muy lejos.
- ¿Y por qué lo hacen?
- Porque quieren aprender a ser mejores personas.
Juan volvió a arrugar la nariz. No pudo preguntar nada más, porque en ese momento llegó un chico con una mochila y su tío fue a hablar con él. Era pelirrojo y hablaba un idioma que Juan no entendía y probablemente su tío tampoco. Juan observaba desde unos pasos detrás de su tío. Este le enseñó la casa, la cocina, los baños y el lavadero. Finalmente le dijo cuál era su cama. Inmediatamente después, llegaron más peregrinos. Gente cansada, de distintos países y culturas, felices de llegar a un albergue que los acogía con cariño. Algunos le saludaban, otros le sonreían.

- Así que estos son los peregrinos -pensó Juan-, pero ¿qué habrá querido decir el tío Edelmiro cuando dijo que iban a Santiago para aprender a ser mejores personas?

El goteo de caminantes no cesó en toda la tarde hasta que se llenó el albergue. Juan miraba sus caras. Cansados, pero sonrientes. Apenas llegó la caída del sol, su tío preparó la cena y todos comieron en una mesa muy larga. Fue genial y Juan se lo pasó muy bien. Después, los peregrinos se prepararon para acostarse. Su tío le había dicho que los peregrinos se acostaban pronto y él también se sentía cansado después de un día con tantas emociones, así que se disponía a ir al cuarto de su tío y disfrutar de su litera de arriba cuando se abrió la puerta y apareció un peregrino más. Juan sabía que ya no quedaban camas libres y arrugó la nariz. El recién llegado era un señor mayor. Tenía la rodilla vendada y se apoyaba en un bordón de madera. Su tío se acercó y amablemente le dijo que podía descansar y ducharse, pero que no quedaban camas libres. Aquel peregrino se veía muy cansado, pero escuchó con agradecimiento las palabras de su tío. Entontes ocurrió lo inesperado. El chico pelirrojo que había llegado en primer lugar, que había oído las palabras del tío Edelmiro, se dirigió a su cama, recogió sus cosas, puso su saco en el suelo sobre su esterilla y dijo unas palabras en su idioma que nadie entendió, pero no hizo falta. El recién llegado le dio las gracias y ocupó su lugar en la litera.
- Tito -dijo Juan desde su colchón de arriba justo antes de dormir- creo que ya he entendido qué es esto de ser peregrino.
- El Camino es la vida, Juan. Ahora descansa, mañana llegarán nuevos peregrinos a los que atender -dijo el tío Edelmiro con una sonrisa.
Esa noche Juan se durmió mirando las estrellas a través de la ventana. Por fin había entendido qué significaba ser peregrino y nunca, nunca, nunca, nunca volvió a arrugar la nariz al oír hablar del Camino de Santiago.

jueves, 9 de agosto de 2018

Segundo premio del II concurso internacional de cuentos sobre el Camino de Santiago


UN CAMINO LLENO DE DIENTES
Autor: L. David San Juan 



Hola, amigo mío, ¿cómo estás? No sé cómo te llamas, pero sé otras muchas cosas de ti.

Sé que te gusta leer, que tienes menos de 10 años y que tus padres (o algún otro mayor) te han hablado muchas veces del Camino de Santiago. Sí que sabes lo que es, ¿verdad? Es un camino muy, muy importante que lleva a los peregrinos de todo el mundo hasta la tumba donde descansa el bueno de Santiago, uno de los mejores compañeros de Jesús.
¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Que los niños no pueden hacer el Camino porque son pequeños? Uy, ¡qué va!; te equivocas. Lo hacen siempre mejor que los mayores porque, aunque se cansan antes, mientras van andando son capaces de ver y de imaginar muchas más cosas que ellos, que siempre van con prisas consultando el reloj y los mapas. Claro, con tantas distracciones se pierden lo mejor.
Verás lo que voy a hacer: te voy a contar la historia de Juanpe y de Menchu, dos niños como tú que el pasado verano acompañaron a sus padres en las últimas jornadas hasta llegar a Santiago. Para que veas todo lo que se puede aprender cuando se sigue el Camino con los ojos y el corazón muy abiertos. Como lo hace un niño. Como lo puedes hacer tú.
De los dos, Juanpe es el mayor, vive en Segovia y le gusta mucho caminar. Menchu es de Ávila, es soñadora y, desde hace varios días, se le mueve un diente.
- Papá, ¿cómo se llaman estas piedras tan altas con una concha dibujada que están en el borde del camino? -dijo una vez Menchu, que en todo se fija y todo lo pregunta.
- Se llaman mojones -le respondió su padre.
- ¿Y para qué sirven?
- Para señalar el camino y que los peregrinos no se pierdan.
- Seguro que debajo de cada uno hay enterrado algo misterioso -dijo Juanpe, que sabe muchas cosas y le encantan las historias de miedo-. En Segovia -se acordó de pronto-, hay muchas conchas pequeñitas en el suelo. Y se pueden pisar.
- Pues en muchos pueblos de Ávila han puesto unas esculturas muy grandes con conchas y cruces y pies descalzos y se pueden tocar -explicó por su parte Menchu, que volvió a preguntar-: ¿Y para qué sirven las conchas, Mámá?
- Las conchas se emplean para guardar tesoros, hija.
- Entonces, como los mayores lleváis muchas colgadas de los bordones y las mochilas, ¿es que guardáis algún tesoro? –la niña estaba asombrada-. ¿De verdad? ¿Cuál es?
- Bueno, sí, pero… pero eso es un gran secreto y no se puede contar así como así. ¡Chisssssst! -intervino muy serio el padre de Juanpe, bajando la voz.
- Seguro que debajo de cada mojón hay escondido un tesoro –susurró su hijo, muy convencido de tener razón.

Esa noche, en el albergue, a Menchu se le cayó el diente que se le movía. Su primer diente. Y se puso muy triste porque pensaba que estaba muy fea y que no la dejarían abrazar a Santiago.
- Me parece que ha llegado el momento de contarles a los niños el secreto del Camino -afirmó la Mamá de Juanpe, mirando a los ojos a los otros padres.

Y entre todos, les relataron la más maravillosa historia que puede esconderse dentro de unas veneras milenarias.
- Escuchad con atención –empezaron-. El camino que seguimos no es la tierra o el asfalto que pisamos, eso apenas importa. Nosotros no seguimos una ruta trazada en un mapa o señalada con flechas en el suelo, sino una senda hecha de ermitas y catedrales que nos hablan de la fe de los que las levantaron; jalonada de albergues y hospitales llenos de compañerismo y de fatigas; formada por muchas pisadas y muchas historias contadas en torno a un fuego encendido para velar los sueños de los caminantes.
Menchu se imaginó a sí misma acurrucada al amor de esa lumbre y rodeada de peregrinos somnolientos. Y escucho a su padre decir:
- Y siguiendo esa senda, chicos, poco a poco se va descubriendo algo fantástico y es que todos podemos construir este camino, todos podemos dejar algo nuestro a los que vengan después, algo muy, pero que muy personal que les anime a seguir siempre adelante.
- ¿Y los niños, qué? -protestó Juanpe-. Los niños no sabemos construir catedrales. ¿Qué podemos dejar nosotros a lo largo del Camino?
- ¡Esto! -contestó la madre de Menchu, abriendo mágicamente su mano y mostrando el diente caído de la pequeña.
-Esta mañana dijisteis que debajo de cada mojón había enterrado un tesoro. Y así es. Hay una perla, una perla chiquitita protegida por una concha. Debajo de cada montoncito de piedras que señalan el camino hay un diente de leche que han ido dejando los miles de niños que, como vosotros ahora, se han dirigido a Compostela. Esas minúsculas perlas son la señal de que, igual que los mayores, también los niños cambiáis cuando hacéis este maravilloso viaje: al acabarlo, sois distintos, sois un poquito mejores que cuando empezasteis. Sí, chicos: al caminar, todos nos damos cuenta de que hay muchas cosas que nos sobran y que debemos abandonar porque, así, dejamos sitio a otras mejores que vendrán con el tiempo. Ya verás, Menchu, como dentro de unos meses te saldrá una pieza fuerte y sana en el lugar que ocupaba la anterior, como ya le ha pasado a tu amigo un par de veces. Este dientecito ya no te sirve de nada, pero se convertirá en una perla preciosa que les hablará de ti a los niños del futuro.
- Pero, ¿y si mañana no me dejan entrar a abrazar a Santiago? -casi lloraba Menchu.
- Es que el gran secreto del Camino no acaba aquí, cariño –le inclinó la cabeza sobre su pecho, su madre-. ¡Seguid escuchando!

- El apóstol tiene todo pensado, pierde cuidado. Santiago tiene un ayudante, un hombre sabio llamado Daniel, que vigila muy serio en la puerta de la catedral la llegada de los peregrinos para comprobar quién ha aprovechado su camino y ha cambiado por dentro de verdad. Y cuando ve niños que se fijan en él y le enseñan la dentadura, sabe perfectamente cuáles de ellos han aprendido el gran secreto, regalando sus dientes a los demás. Entonces, muy contento, les sonríe con el corazón y los deja pasar.
A la mañana siguiente, unos metros más allá del albergue, Juanpe hizo un agujero diminuto en la tierra para que Menchu alojara la perla que había sido suya. Después, ambos la cubrieron con una concha estupenda y amontonaron encima unas pocas piedras. Por la tarde, buscaban al profeta Daniel ante la mirada de sus padres y la de docenas de figuras de piedra que los observaban en el pórtico de una catedral gloriosa. Lo descubrieron a la vez.
- ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Es aquél, el que no tiene barba! -saltaba de alegría él.
- ¡Mira, Daniel! ¡Mira! ¡Mira! -gritaban los dos abriendo mucho la boca y señalándose la dentadura.
- ¡Nos está sonriendo, Mamá, nos está sonriendo! –no cabía en sí de contenta ella.

Y tú, amigo mío, cuando notes que se te mueve el primer diente, cuélgate una concha al cuello, carga con tu mochila y comienza tu viaje con alegría. Aquí te espero. Buen Camino. ¡Ah! ¡Y no olvides sonreír al profeta Daniel antes de entrar a abrazarme!

Firmado: tu amigo el apóstol Santiago ;)

domingo, 5 de agosto de 2018

Tercer premio del II concurso internacional de cuentos sobre el Camino de Santiago


He aprendido a vivir

Por: María Leis Núñez




Es lunes, y después de un largo y divertido verano, Diego comienza el cole. En la clase de Rosa, los alumnos de segundo de primaria, no cesan de contar sus experiencias, y entre risas, gritos y saltos, la voz de la maestra se alzó para llamar la atención de todos:
Buenos días niñitos. ¡Qué alboroto! A ver, a ver, un poco de silencio.

Los niños se sentaron aún inquietos, con ganas de seguir charlando, pero obedientes ante la solicitud de su maestra.
Como veo que tienen muchas ganas de conversar, les dijo Rosa, vamos a iniciar este primer día de clase contando algo sobre nuestras vacaciones. Pero no quiero que cuenten lo que hicieron, quiero que digan qué fue lo más espectacular, aquello que hayan aprendido o que les haya causado un sentimiento especial.
Inmediatamente todos los niños comenzaron a responder al mismo tiempo, de manera agitada y desordenada, todos menos Diego, quien en medio del salón mantenía en alto su brazo derecho, y con el dedo índice muy estirado, y con movimientos insistentes, intentaba solicitar el permiso para hablar. Al verlo, Rosa pidió silencio a sus compañeros y le preguntó:
A ver Diego... ¿qué ha sido lo más especial en tus vacaciones?

Que he aprendido a vivir maestra respondió Diego con una sonrisa y un brillo en sus ojos.


La mayoría de la clase se desbordó en carcajadas, otros niños se quedaron sin entender y en silencio, esperando una explicación, y la maestra, sorprendida, le dijo:
Eso suena verdaderamente especial… Cuéntanos un poco más. Diego se levantó de su silla, fue junto a su maestra y dijo en alto:
¡Este ha sido el mejor verano de mi vida!

Diego había viajado con sus padres a visitar a sus yayos. A los pocos días de estar con ellos, los yayos les tenían una sorpresa: un largo y divertido paseo familiar. Los yayos habían preparado todo: mochilas, ropa, calzado, cremas y algunos medicamentos. Diego no lo podía creer, parecían unos expertos exploradores. Nunca se imaginó verlos tan activos y tan emocionados. Cuando llegó el día del viaje, el yayo les entregó a todos una libreta que decía “credencial del peregrino”, y un mapa donde se indicaba el recorrido que harían. Luego les dijo a todos con un grito muy divertido, que parecía más de un pirata que de un explorador:
¡Familia!, nos convertiremos en peregrinos. ¿Están preparados?

¿Peregrinos? preguntó Diego extrañado. ¿Es una especie de súper héroe?,

volvió a preguntar.

Pues sí, contestó el yayo, el peregrino es un súper héroe muy, muy especial, es único, ya lo verás.
Diego miró el mapa y leyó: “ruta de 7 días y 6 noches”, “caminata de 100 kilómetros”. Inmediatamente preguntó preocupado:
¿Caminaremos 100 kilómetros?, ¿100 kilómetros? Si ya me canso cuando voy a la escuela y vivo a tan solo dos calles. ¿Acaso vamos a buscar un tesoro?


Un tesoro no, muchos. Encontraremos muchos tesoros en el camino le dijo el yayo mientras le despeinaba cariñosamente el cabello.
La maestra Rosa y el resto de los niños seguían atentos a cada palabra de Diego. Ninguno se atrevía a interrumpir. Entre ellos se miraban sorprendidos y con curiosidad por seguir enterándose de la historia. Diego les contó cada detalle, desde que salieron de Sarria hasta llegar a Santiago de Compostela. Describió los verdes prados, los bosques de pinos y eucaliptos, los caminos pedregosos y los ríos. Y también les habló del puente desde donde se podía ver el Río Miño. De repente, Diego recordó la pregunta de la maestra y dijo:
Tengo mucho para contar, pero les diré lo más importante. Hubo un día en que mi yayo se sintió mal y no habíamos llegado aún a nuestro hospedaje. En la aldea que estábamos un chico se nos acercó y le ofreció al yayo su cama para que descansara y se repusiera. Ya recuperado, el yayo me dijo:
Hemos encontrado nuestros primeros tesoros: la fraternidad, la bondad y la hospitalidad.
Otro día, luego de haber caminado varias horas, me di cuenta que había olvidado en el último albergue mi bolsa con algunos objetos de explorador: una lupa, una pinza y una cajita para guardar insectos. Me puse triste y estuve llorando un buen rato. Por la noche, llegó al hospedaje una pareja, que al entrar preguntó si había un niño llamado Diego. Cual fue mi sorpresa cuando vi que me traían mi bolsa. Fue cuando mi abuelo me dijo:
Nos han dado otros tesoros: el respeto, la amistad y la solidaridad.

Una noche sentí mucho miedo. Mi yayo me llevó a las afueras del albergue, en medio del bosque, y me pidió que me acostara con él en el suelo. Me cogió de la


mano y miramos las estrellas. Sentí un profundo alivio y el miedo desapareció. Entonces el yayo me dijo:

¿Sientes la noche y las estrellas? Cada estrella es un ángel que te cuida y te guía. Aquí tenemos otros tesoros: la espiritualidad y la paz. Este es un camino lleno de magia. Y si aprendes a reconocer y valorar todos estos tesoros que hay en su recorrido, aprenderás a vivir. Por eso, querido nieto, disfruta y agradece cada momento.

Diego se quedó pensativo, y a su mente llegaron todos los villanos de los cuentos que conocía, y dijo:

A veces las personas no somos tan buenas como las que hemos encontrado aquí.

Es cierto contestó el yayo. Es cuando debemos recurrir a nuestros tesoros más impresionantes: la sabiduría, el amor, el arrepentimiento y el perdón. Todos somos seres humanos y podemos equivocarnos de camino. Lo importante es reconocer nuestros errores, corregirlos y ser cada día mejores personas.

Y eso fue lo que aprendí dijo Diego. ¡Aprendí a vivir!



La maestra Rosa y sus compañeros aplaudieron emocionados. Después de ese día, Diego se convirtió en el mejor peregrino explorador de su clase.