He
aprendido a vivir
Por:
María Leis Núñez
Es lunes, y después de un largo y
divertido verano, Diego comienza el cole. En la clase de Rosa, los alumnos de
segundo de primaria, no cesan de contar sus experiencias, y entre risas, gritos
y saltos, la voz de la maestra se alzó para llamar la atención de todos:
—Buenos días niñitos. ¡Qué alboroto! A ver, a ver, un poco de
silencio.
Los niños se sentaron aún inquietos,
con ganas de seguir charlando, pero obedientes ante la solicitud de su maestra.
—Como veo que tienen muchas ganas de
conversar, —les dijo Rosa, vamos a iniciar este primer día de clase contando
algo sobre nuestras vacaciones. Pero no quiero que cuenten lo que hicieron,
quiero que digan qué fue lo más espectacular, aquello que hayan aprendido o que
les haya causado un sentimiento especial.
Inmediatamente todos los niños
comenzaron a responder al mismo tiempo, de manera agitada y desordenada, todos
menos Diego, quien en medio del salón mantenía en alto su brazo derecho, y con
el dedo índice muy estirado, y con movimientos insistentes, intentaba solicitar
el permiso para hablar. Al verlo, Rosa pidió silencio a sus compañeros y le
preguntó:
—A ver Diego... ¿qué ha sido lo más especial en tus vacaciones?
—Que he aprendido a vivir maestra —respondió Diego con una sonrisa y un brillo en sus ojos.
La mayoría de la clase se desbordó en carcajadas, otros
niños se quedaron sin entender y en silencio, esperando una explicación, y la
maestra, sorprendida, le dijo:
—Eso suena verdaderamente especial… Cuéntanos un poco más. Diego se
levantó de su silla, fue junto a su maestra y dijo en alto:
—¡Este ha sido el mejor verano de mi vida!
Diego había viajado con sus padres a
visitar a sus yayos. A los pocos días de estar con ellos, los yayos les tenían
una sorpresa: un largo y divertido paseo familiar. Los yayos habían preparado
todo: mochilas, ropa, calzado, cremas y algunos medicamentos. Diego no lo podía
creer, parecían unos expertos exploradores. Nunca se imaginó verlos tan activos
y tan emocionados. Cuando llegó el día del viaje, el yayo les entregó a todos
una libreta que decía “credencial del peregrino”, y un mapa donde se indicaba
el recorrido que harían. Luego les dijo a todos con un grito muy divertido, que
parecía más de un pirata que de un explorador:
—¡Familia!, nos convertiremos en peregrinos. ¿Están preparados?
—¿Peregrinos? —preguntó
Diego extrañado. ¿Es una especie de súper héroe?,
—volvió a preguntar.
—Pues sí, —contestó el yayo, el peregrino es
un súper héroe muy, muy especial, es único, ya lo verás.
Diego miró el mapa y leyó: “ruta de 7 días y 6 noches”, “caminata de
100 kilómetros”. Inmediatamente preguntó preocupado:
—¿Caminaremos 100 kilómetros?, ¿100 kilómetros? Si ya me canso cuando
voy a la escuela y vivo a tan solo dos calles. ¿Acaso vamos a buscar un tesoro?
—Un tesoro no, muchos. Encontraremos
muchos tesoros en el camino —le dijo el yayo mientras le
despeinaba cariñosamente el cabello.
La maestra Rosa y el resto de los
niños seguían atentos a cada palabra de Diego. Ninguno se atrevía a
interrumpir. Entre ellos se miraban sorprendidos y con curiosidad por seguir
enterándose de la historia. Diego les contó cada detalle, desde que salieron de
Sarria hasta llegar a Santiago de Compostela. Describió los verdes prados, los
bosques de pinos y eucaliptos, los caminos pedregosos y los ríos. Y también les
habló del puente desde donde se podía ver el Río Miño. De repente, Diego
recordó la pregunta de la maestra y dijo:
—Tengo mucho para contar, pero les
diré lo más importante. Hubo un día en que mi yayo se sintió mal y no habíamos
llegado aún a nuestro hospedaje. En la aldea que estábamos un chico se nos
acercó y le ofreció al yayo su cama para que descansara y se repusiera. Ya
recuperado, el yayo me dijo:
—Hemos encontrado nuestros primeros
tesoros: la fraternidad, la bondad y la hospitalidad.
Otro día, luego de haber caminado
varias horas, me di cuenta que había olvidado en el último albergue mi bolsa
con algunos objetos de explorador: una lupa, una pinza y una cajita para
guardar insectos. Me puse triste y estuve llorando un buen rato. Por la noche,
llegó al hospedaje una pareja, que al entrar preguntó si había un niño llamado
Diego. Cual fue mi sorpresa cuando vi que me traían mi bolsa. Fue cuando mi abuelo
me dijo:
—Nos han dado otros tesoros: el respeto, la amistad y la solidaridad.
Una noche sentí mucho miedo. Mi yayo
me llevó a las afueras del albergue, en medio del bosque, y me pidió que me
acostara con él en el suelo. Me cogió de la
mano y miramos las estrellas. Sentí un profundo alivio y el miedo
desapareció. Entonces el yayo me dijo:
—¿Sientes la noche y las estrellas?
Cada estrella es un ángel que te cuida y te guía. Aquí tenemos otros tesoros:
la espiritualidad y la paz. Este es un camino lleno de magia. Y si aprendes a
reconocer y valorar todos estos tesoros que hay en su recorrido, aprenderás a
vivir. Por eso, querido nieto, disfruta y agradece cada momento.
Diego se quedó pensativo, y a su
mente llegaron todos los villanos de los cuentos que conocía, y dijo:
—A veces las personas no somos tan
buenas como las que hemos encontrado aquí.
—Es cierto —contestó el yayo. Es cuando debemos recurrir a nuestros tesoros más
impresionantes: la sabiduría, el amor, el arrepentimiento y el perdón. Todos
somos seres humanos y podemos equivocarnos de camino. Lo importante es
reconocer nuestros errores, corregirlos y ser cada día mejores personas.
—Y eso fue lo que aprendí —dijo Diego. ¡Aprendí a vivir!
La maestra Rosa y sus compañeros
aplaudieron emocionados. Después de ese día, Diego se convirtió en el mejor
peregrino explorador de su clase.
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