UN CAMINO LLENO DE DIENTES
Autor: L. David San Juan
Hola, amigo mío, ¿cómo estás? No sé cómo te llamas,
pero sé otras muchas cosas de ti.
Sé que te gusta leer, que tienes menos de 10 años y
que tus padres (o algún otro mayor) te han hablado muchas veces del Camino de
Santiago. Sí que sabes lo que es, ¿verdad? Es un camino muy, muy importante que
lleva a los peregrinos de todo el mundo hasta la tumba donde descansa el bueno
de Santiago, uno de los mejores compañeros de Jesús.
¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Que los niños no pueden hacer el Camino
porque son pequeños? Uy, ¡qué va!; te equivocas. Lo hacen siempre mejor que los
mayores porque, aunque se cansan antes, mientras van andando son capaces de ver
y de imaginar muchas más cosas que ellos, que siempre van con prisas
consultando el reloj y los mapas. Claro, con tantas distracciones se pierden lo
mejor.
Verás lo que voy a hacer: te voy a contar la historia
de Juanpe y de Menchu, dos niños como tú que el pasado verano acompañaron a sus
padres en las últimas jornadas hasta llegar a Santiago. Para que veas todo lo
que se puede aprender cuando se sigue el Camino con los ojos y el corazón muy
abiertos. Como lo hace un niño. Como lo puedes hacer tú.
De los dos, Juanpe es el mayor, vive en Segovia y le
gusta mucho caminar. Menchu es de Ávila, es soñadora y, desde hace varios días,
se le mueve un diente.
- Papá, ¿cómo se llaman estas
piedras tan altas con una concha dibujada que están en el borde del camino? -dijo
una vez Menchu, que en todo se fija y todo lo pregunta.
- Se llaman mojones -le respondió su padre.
- ¿Y para qué sirven?
- Para señalar el camino
y que los peregrinos no se pierdan.
- Seguro que debajo de
cada uno hay enterrado algo misterioso -dijo Juanpe, que sabe muchas cosas y le
encantan las historias de miedo-. En Segovia -se acordó de pronto-, hay muchas
conchas pequeñitas en el suelo. Y se pueden pisar.
- Pues en muchos pueblos
de Ávila han puesto unas esculturas muy grandes con conchas y cruces y pies
descalzos y se pueden tocar -explicó por su parte Menchu, que volvió a
preguntar-: ¿Y para qué sirven las conchas, Mámá?
- Las conchas se emplean
para guardar tesoros, hija.
- Entonces, como los
mayores lleváis muchas colgadas de los bordones y las mochilas, ¿es que
guardáis algún tesoro? –la niña estaba asombrada-. ¿De verdad? ¿Cuál es?
- Bueno, sí, pero… pero
eso es un gran secreto y no se puede contar así como así. ¡Chisssssst! -intervino
muy serio el padre de Juanpe, bajando la voz.
- Seguro que debajo de
cada mojón hay escondido un tesoro –susurró su hijo, muy convencido de tener
razón.
Esa noche, en el albergue, a Menchu se le cayó el
diente que se le movía. Su primer diente. Y se puso muy triste porque pensaba
que estaba muy fea y que no la dejarían abrazar a Santiago.
- Me parece que ha
llegado el momento de contarles a los niños el secreto del Camino -afirmó la
Mamá de Juanpe, mirando a los ojos a los otros padres.
Y entre todos, les relataron la más maravillosa historia
que puede esconderse dentro de unas veneras milenarias.
- Escuchad con atención –empezaron-. El
camino que seguimos no es la tierra o el asfalto que pisamos, eso apenas
importa. Nosotros no seguimos una ruta trazada en un mapa o señalada con
flechas en el suelo, sino una senda hecha de ermitas y catedrales que nos
hablan de la fe de los que las levantaron; jalonada de albergues y hospitales
llenos de compañerismo y de fatigas; formada por muchas pisadas y muchas historias
contadas en torno a un fuego encendido para velar los sueños de los caminantes.
Menchu se imaginó a sí misma acurrucada al amor de esa
lumbre y rodeada de peregrinos somnolientos. Y escucho a su padre decir:
- Y siguiendo esa senda, chicos,
poco a poco se va descubriendo algo fantástico y es que todos podemos construir
este camino, todos podemos dejar algo nuestro a los que vengan después, algo muy,
pero que muy personal que les anime a seguir siempre adelante.
- ¿Y los niños, qué?
-protestó Juanpe-. Los niños no sabemos construir catedrales. ¿Qué podemos dejar
nosotros a lo largo del Camino?
- ¡Esto! -contestó la
madre de Menchu, abriendo mágicamente su mano y mostrando el diente caído de la
pequeña.
-Esta mañana dijisteis que debajo de cada
mojón había enterrado un tesoro. Y así es. Hay una perla, una perla chiquitita
protegida por una concha. Debajo de cada montoncito de piedras que señalan el
camino hay un diente de leche que han ido dejando los miles de niños que, como vosotros
ahora, se han dirigido a Compostela. Esas minúsculas perlas son la señal de que,
igual que los mayores, también los niños cambiáis cuando hacéis este
maravilloso viaje: al acabarlo, sois distintos, sois un poquito mejores que
cuando empezasteis. Sí, chicos: al caminar, todos nos damos cuenta de que hay muchas
cosas que nos sobran y que debemos abandonar porque, así, dejamos sitio a otras
mejores que vendrán con el tiempo. Ya verás, Menchu, como dentro de unos meses
te saldrá una pieza fuerte y sana en el lugar que ocupaba la anterior, como ya
le ha pasado a tu amigo un par de veces. Este dientecito ya no te sirve de
nada, pero se convertirá en una perla preciosa que les hablará de ti a los
niños del futuro.
- Pero, ¿y si mañana no
me dejan entrar a abrazar a Santiago? -casi lloraba Menchu.
- Es que el gran secreto del
Camino no acaba aquí, cariño –le inclinó la cabeza sobre su pecho, su madre-.
¡Seguid escuchando!
- El apóstol tiene todo pensado, pierde
cuidado. Santiago tiene un ayudante, un hombre sabio llamado Daniel, que vigila
muy serio en la puerta de la catedral la llegada de los peregrinos para
comprobar quién ha aprovechado su camino y ha cambiado por dentro de verdad. Y
cuando ve niños que se fijan en él y le enseñan la dentadura, sabe
perfectamente cuáles de ellos han aprendido el gran secreto, regalando sus
dientes a los demás. Entonces, muy contento, les sonríe con el corazón y los
deja pasar.
A la mañana siguiente, unos metros más allá del
albergue, Juanpe hizo un agujero diminuto en la tierra para que Menchu alojara
la perla que había sido suya. Después, ambos la cubrieron con una concha
estupenda y amontonaron encima unas pocas piedras. Por la tarde, buscaban al
profeta Daniel ante la mirada de sus padres y la de docenas de figuras de
piedra que los observaban en el pórtico de una catedral gloriosa. Lo
descubrieron a la vez.
- ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Es
aquél, el que no tiene barba! -saltaba de alegría él.
- ¡Mira, Daniel! ¡Mira! ¡Mira!
-gritaban los dos abriendo mucho la boca y señalándose la dentadura.
- ¡Nos está sonriendo,
Mamá, nos está sonriendo! –no cabía en sí de contenta ella.
Y tú, amigo mío, cuando notes que se te mueve el
primer diente, cuélgate una concha al cuello, carga con tu mochila y comienza
tu viaje con alegría. Aquí te espero. Buen Camino. ¡Ah! ¡Y no olvides sonreír al
profeta Daniel antes de entrar a abrazarme!
Firmado:
tu amigo el apóstol Santiago ;)
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