jueves, 9 de agosto de 2018

Segundo premio del II concurso internacional de cuentos sobre el Camino de Santiago


UN CAMINO LLENO DE DIENTES
Autor: L. David San Juan 



Hola, amigo mío, ¿cómo estás? No sé cómo te llamas, pero sé otras muchas cosas de ti.

Sé que te gusta leer, que tienes menos de 10 años y que tus padres (o algún otro mayor) te han hablado muchas veces del Camino de Santiago. Sí que sabes lo que es, ¿verdad? Es un camino muy, muy importante que lleva a los peregrinos de todo el mundo hasta la tumba donde descansa el bueno de Santiago, uno de los mejores compañeros de Jesús.
¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Que los niños no pueden hacer el Camino porque son pequeños? Uy, ¡qué va!; te equivocas. Lo hacen siempre mejor que los mayores porque, aunque se cansan antes, mientras van andando son capaces de ver y de imaginar muchas más cosas que ellos, que siempre van con prisas consultando el reloj y los mapas. Claro, con tantas distracciones se pierden lo mejor.
Verás lo que voy a hacer: te voy a contar la historia de Juanpe y de Menchu, dos niños como tú que el pasado verano acompañaron a sus padres en las últimas jornadas hasta llegar a Santiago. Para que veas todo lo que se puede aprender cuando se sigue el Camino con los ojos y el corazón muy abiertos. Como lo hace un niño. Como lo puedes hacer tú.
De los dos, Juanpe es el mayor, vive en Segovia y le gusta mucho caminar. Menchu es de Ávila, es soñadora y, desde hace varios días, se le mueve un diente.
- Papá, ¿cómo se llaman estas piedras tan altas con una concha dibujada que están en el borde del camino? -dijo una vez Menchu, que en todo se fija y todo lo pregunta.
- Se llaman mojones -le respondió su padre.
- ¿Y para qué sirven?
- Para señalar el camino y que los peregrinos no se pierdan.
- Seguro que debajo de cada uno hay enterrado algo misterioso -dijo Juanpe, que sabe muchas cosas y le encantan las historias de miedo-. En Segovia -se acordó de pronto-, hay muchas conchas pequeñitas en el suelo. Y se pueden pisar.
- Pues en muchos pueblos de Ávila han puesto unas esculturas muy grandes con conchas y cruces y pies descalzos y se pueden tocar -explicó por su parte Menchu, que volvió a preguntar-: ¿Y para qué sirven las conchas, Mámá?
- Las conchas se emplean para guardar tesoros, hija.
- Entonces, como los mayores lleváis muchas colgadas de los bordones y las mochilas, ¿es que guardáis algún tesoro? –la niña estaba asombrada-. ¿De verdad? ¿Cuál es?
- Bueno, sí, pero… pero eso es un gran secreto y no se puede contar así como así. ¡Chisssssst! -intervino muy serio el padre de Juanpe, bajando la voz.
- Seguro que debajo de cada mojón hay escondido un tesoro –susurró su hijo, muy convencido de tener razón.

Esa noche, en el albergue, a Menchu se le cayó el diente que se le movía. Su primer diente. Y se puso muy triste porque pensaba que estaba muy fea y que no la dejarían abrazar a Santiago.
- Me parece que ha llegado el momento de contarles a los niños el secreto del Camino -afirmó la Mamá de Juanpe, mirando a los ojos a los otros padres.

Y entre todos, les relataron la más maravillosa historia que puede esconderse dentro de unas veneras milenarias.
- Escuchad con atención –empezaron-. El camino que seguimos no es la tierra o el asfalto que pisamos, eso apenas importa. Nosotros no seguimos una ruta trazada en un mapa o señalada con flechas en el suelo, sino una senda hecha de ermitas y catedrales que nos hablan de la fe de los que las levantaron; jalonada de albergues y hospitales llenos de compañerismo y de fatigas; formada por muchas pisadas y muchas historias contadas en torno a un fuego encendido para velar los sueños de los caminantes.
Menchu se imaginó a sí misma acurrucada al amor de esa lumbre y rodeada de peregrinos somnolientos. Y escucho a su padre decir:
- Y siguiendo esa senda, chicos, poco a poco se va descubriendo algo fantástico y es que todos podemos construir este camino, todos podemos dejar algo nuestro a los que vengan después, algo muy, pero que muy personal que les anime a seguir siempre adelante.
- ¿Y los niños, qué? -protestó Juanpe-. Los niños no sabemos construir catedrales. ¿Qué podemos dejar nosotros a lo largo del Camino?
- ¡Esto! -contestó la madre de Menchu, abriendo mágicamente su mano y mostrando el diente caído de la pequeña.
-Esta mañana dijisteis que debajo de cada mojón había enterrado un tesoro. Y así es. Hay una perla, una perla chiquitita protegida por una concha. Debajo de cada montoncito de piedras que señalan el camino hay un diente de leche que han ido dejando los miles de niños que, como vosotros ahora, se han dirigido a Compostela. Esas minúsculas perlas son la señal de que, igual que los mayores, también los niños cambiáis cuando hacéis este maravilloso viaje: al acabarlo, sois distintos, sois un poquito mejores que cuando empezasteis. Sí, chicos: al caminar, todos nos damos cuenta de que hay muchas cosas que nos sobran y que debemos abandonar porque, así, dejamos sitio a otras mejores que vendrán con el tiempo. Ya verás, Menchu, como dentro de unos meses te saldrá una pieza fuerte y sana en el lugar que ocupaba la anterior, como ya le ha pasado a tu amigo un par de veces. Este dientecito ya no te sirve de nada, pero se convertirá en una perla preciosa que les hablará de ti a los niños del futuro.
- Pero, ¿y si mañana no me dejan entrar a abrazar a Santiago? -casi lloraba Menchu.
- Es que el gran secreto del Camino no acaba aquí, cariño –le inclinó la cabeza sobre su pecho, su madre-. ¡Seguid escuchando!

- El apóstol tiene todo pensado, pierde cuidado. Santiago tiene un ayudante, un hombre sabio llamado Daniel, que vigila muy serio en la puerta de la catedral la llegada de los peregrinos para comprobar quién ha aprovechado su camino y ha cambiado por dentro de verdad. Y cuando ve niños que se fijan en él y le enseñan la dentadura, sabe perfectamente cuáles de ellos han aprendido el gran secreto, regalando sus dientes a los demás. Entonces, muy contento, les sonríe con el corazón y los deja pasar.
A la mañana siguiente, unos metros más allá del albergue, Juanpe hizo un agujero diminuto en la tierra para que Menchu alojara la perla que había sido suya. Después, ambos la cubrieron con una concha estupenda y amontonaron encima unas pocas piedras. Por la tarde, buscaban al profeta Daniel ante la mirada de sus padres y la de docenas de figuras de piedra que los observaban en el pórtico de una catedral gloriosa. Lo descubrieron a la vez.
- ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Es aquél, el que no tiene barba! -saltaba de alegría él.
- ¡Mira, Daniel! ¡Mira! ¡Mira! -gritaban los dos abriendo mucho la boca y señalándose la dentadura.
- ¡Nos está sonriendo, Mamá, nos está sonriendo! –no cabía en sí de contenta ella.

Y tú, amigo mío, cuando notes que se te mueve el primer diente, cuélgate una concha al cuello, carga con tu mochila y comienza tu viaje con alegría. Aquí te espero. Buen Camino. ¡Ah! ¡Y no olvides sonreír al profeta Daniel antes de entrar a abrazarme!

Firmado: tu amigo el apóstol Santiago ;)

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