jueves, 21 de enero de 2010

El Camino del Sureste en junio de 1926

Oye, Alberto, ¿y si nos fuéramos a Santiago andando?

.......Y así, el 15 de junio de 1926 partieron de Madrid, Javier y Alberto Martín Artajo y su amigo Rafael Solana. ( Javier abogado y político - Diputado y Procurador en Cortes – y escritor, y su hermano Alberto, fue Ministro de Asuntos Exteriores con Franco.)

No fue lo mismo que el peregrinar en la Edad Media, ni el peregrinar de hoy en día, pero gracias a este relato, vamos a descubrir, cómo se peregrinaba a Santiago de Compostela en el primer cuarto del siglo veinte.

Lo curioso de esta peregrinación, es el hecho de que partiendo de Madrid, no utilizaron el actual Camino Matritense, sino que de Madrid, siguieron por Torrelodones, San Rafael, y Labajos para continuar por nuestro hoy Camino del Sureste: Arévalo, Medina del Campo, Tordesillas, Mota del Marqués, Villalpando y Benavente, para llegar a Astorga y unirse al Camino Francés.( la vieja carretera de la Coruña, mas tarde nacional VI y actualmente A-6).

En principio lo que mas me chocó de esta aventura, plasmada en 1954 en el libro: “Caminando a Compostela”, escrito por Javier Martín Artajo, fue el que no iban por caminos, sino por la carretera, hasta que caí en la cuenta que las carreteras de aquella época, eran blancas y polvorientas, simplemente eran de tierra y los coches casi unos desconocidos.

La lectura de dicho libro te transporta a aquella época, pero las vicisitudes y problemas, aventuras y desventuras que vivieron entonces, son exactamente las mismas que podemos vivir actualmente nosotros al hacer el Camino de Santiago del Sureste, ahora que todavía no está masificado, ahora que todavía la gente a veces se extraña de ver pasar al peregrino, ahora que la hospitalidad nos la brindan a flor de piel.

Pero vayamos sin demora a saborear el Camino en el Año Santo de 1926 de la pluma de uno se sus protagonistas, Javier Matín Artajo, “cargados de mochilas con quince quilos de peso y una vara de fresno para acompasar el paso”:

Seis días nos valió cruzar, hacia el Noroeste, la llanura castellana. Hicimos noche en Arévalo, Medina del Campo, Tordesillas, la Mota del Marqués, Villalpando y Benavente. Esto es decir que caminamos por tierras de Segovia y Ávila, de Valladolid y Zamora. ... ... ...

En tierras arenosas de Segovia y Ávila crecen, de milagro, los pinos resinosos. La herida del hacha les hace retorcerse de dolor y sangran en las cubetas de arcilla su penetrante esencia; bajo sus copas el descanso se hace pesado y somnoliento; zumban los tábanos y las hormigas buscan, desorientadas, su camino por las aberturas del cuello. Es mejor seguir adelante, llevados por una indefinible obsesión de avanzar. ... ... ...

De Tordesillas a Mota del Marqués, después de atravesar el maravilloso oasis de la cuenca del Duero, se extiende un panorama terroso de cerros blancos, pelados y yermos. ... ... ...

Llevábamos cuatro leguas sobre nosotros; queríamos hacer la tarea entera por la mañana para almorzar en Mota del Marqués y dedicar la tarde a descansar. Sería la luz, el calor tal vez, acaso el cansancio... no lo sé: pero yo empecé a desvariar; la sangre se rebeló contra el espíritu; la digna austeridad castellana se me antojó miseria: la sequedad de aquel páramo, un castigo del Cielo; la desnudez de la tierra, desidia de sus hombres; la inmensidad de la llanura, campo infinito para la desesperanza; los surcos paralelos, una inmensa parrilla de asar; los pueblos recocidos, costrones levantados de la propia tierra. ... ... ...

Llegábamos precisamente a Arévalo cuando el sol, que en aquellos días se mantenía casi parado en su camino – acaso para darnos tiempo a terminar nuestra jornada -, moría, radiante y solemne, en una densa atmósfera rojiza; sus últimos destellos se filtraban por la enramada verdinegra de un vivero, todo vigor y lozanía, la vida concentrada dispuesta a derramarse por la despoblada llanura. Caminaba un chico, tristón, con sus toros hacia el pueblo bordeando el cauce del Adaja abierto a nuestros pis. Las chatas torres de la fortaleza dormida, en silueta negra, se dibujaban sobre la luz crepuscular.

En Medina del Campo, la puesta de sol nos cogió encaramados en las almenas del castilla llamado de la Mota. Desde ellas se divisaban las torres de la ciudad; en la llanura silenciosa languidecían los colores, y la vida, sin el agobio del sol achicharrante, empezaba a bullir.

El atardecer mas bello lo hubimos en Tordesillas, dos líneas de corpulentos chopos, a lo largo de las cunetas, hacían presentir el agua próxima. En su ramaje buscan acomodo para pasar la noche, en inquietante equilibrio, las tórtolas y los mirlos. Un verdadero prado – nos parecía imposible – de finos pastos, nos invitó a sentar “nuestros reales”, poco acostumbrados a tales blanduras, para contemplar desde lejos aquella histórica ciudad. Tordesillas, la renombrada sede de desgraciados amores, recostada sobre los cerros, lava sus pies en el noble Duero. Saltamos entre las charcas para ver de cerca la magnificencia del río, gala y riqueza de toda una región. Por entre los ojos del puente las aguas tersas reflejaban el carmín oscuro del cielo incendiado.

En La Mota del Marqués nos vino a buscar la noche en un palacio abandonado por sus duques, antes guerreros y ahora cortesanos. Sus arcos serenos, de Renacimiento italiano, con sordina castellana, se encendían ténuamente con los últimos rayos oblicuos del sol; chirriaban los vencejos en rapidísimas pasadas para arrebatar la última presa que llevar a su nido. La nobleza del palacio languidecía en la orfandad, mientras en la huerta, cercada por muros, el guardián usufructuario hacía su agosto en junio.

En el llano inmenso de Villalpando buscó el sol para acostarse la almohada tendida de los montes de Portugal. La sierra de la Culebra, respondiendo a su nombre,engulló el disco de grana, dejando refulgente el borde de sus labios; unos nubarrones amoratados vinieron a embozarla.

Aquella postura sanguinolenta nos cogió sobre la marcha, en ese final desesperado de quien ha de llegar a una meta.

El crepúsculo envolvía piadosamente en tonos violáceos los tapiales corroídos de la vieja ciudad. ...

Alguna de las noches salíamos al sereno; pocas,porque las piernas reclamaban su derecho a descansar. Ya están sobre las eras las almortas y los yeros, que nos ofrecen un lecho mullido para tumbarnos cara al cielo.

Ese cielo de castilla no tiene parigual. Siempre me ha parecido absurdo agrupar las estrellas en figuras aparentes de cosas y animales, bastantes hay en la tierra para que allá arriba los busquemos también. Sólo la Vía Láctea, el llamado “Camino de Santiago”, tenía para nosotros especial significación. ... ... ...

Cerca de Arévalo pisamos los talones, pero sin darle alcance, a un auténtico peregrino, que también a Santiago se dirigía; su paso dejaba una estela de santidad; ayunaba rigurosamente y dormía en cualquier rincón de cuadra o pajar. ... ... ...

Nuestros confidentes eran, los pastores; uno lo encontramos cerca de Ataquines, donde la cañada cruza la carretera; paramos a descansar y entablamos conversación; ... ... ...

Medio tonto parecía el muchacho que guardaba las mulas – retozonas aún porque no había comenzado la trilla - , que nos pidió un traguillo; tonto, si, pero se nos bebió la mitad de la cantimplora de coñac.

Los guardas de los pinares y viñas nos veían con malos ojos detenernos en sus dominios; nuestra edad y pinta les inspiraba recelos, se nos acercó uno, después de Medina, que inició el diálogo diciendo que se sentía capaz de detener al propio Ministro de la Guerra, y acabó su perorata diciendo: “Conque... ustedes dirán, porque hay cosas que una autoridad no debe ignorar”. Total, que tuvimos que declararle quiénes éramos y convidarle a tintorro en la venta próxima.

Tampoco la guardia Civil nos ponía buena cara; cerca de Benavente nos detuvo una pareja, tomándonos por portugueses huidos del vecino país, donde, a la sazón, había amagos de revolución. Gracias a un salvoconducto que precavidamente habíamos obtenido del general Burguete, pudimos continuar.

No conservamos buen recuerdo de los viajantes de comercio. Nos tocó uno, en nuestro mismo dormitorio de la hospedería del Sol, de Tordesillas, que roncaba como un desesperado. Es admirable cómo estos trotamundos, bien comidos y bebidos, se entregan al sueño y a la voracidad de los chinches, que se resarcen en una noche, de abstinencias prolongadas.

A la entrada y salida de los pueblos nos cruzábamos en varias ocasiones con avalanchas de gentes y retahílas de cabalgaduras; unas veces acudían al mercado en tartanas y carros entoldados, cabalgando a mujeriegas sobre alforjas y angarillas o caminando con la vara en alto, tras un cerdo remolón; otras, volvían del ferial, satisfechos, los muleros manchegos de negra blusa, por haber colocado sus muletas, y preocupados los labradores por si la mula comprada, comenzaba a cojear.

Algún técnico que otro de los que viven en contacto con la tierra nos ilustró, de paso, en materias agrarias. Bajo la fronda de un corpulento olmo, a las puertas de Rueda, un perito agrícola nos explicó su campaña para repoblar el viñedo de aquella comarca, atacada por la filoxera; y en verdad que bien lo merecía, para que siga produciendo un vino tan gustoso, que es celebrado desde siglos atrás.

Las pláticas mas jugosas brotaban en las ventas y posadas; son éstas, en general, poco atractivas de fachada, pero limpias y cuidadas en su interior. Paredes y techos enjalbegados con cal, zócalos de almazarrón, baldosas de arcilla regadas a mano, vasares de yeso repletos de cacharros, mesas de madera con hules pintorescos y taburetes con un recorte en “ese” para facilitar su traslado. Como llegábamos de improviso, la dueña se atosigaba por preparar el almuerzo.

Poco variaban los manjares: las sopas de ajo alternaban con las patatas guisadas, y el escabeche con las chuletas de cordero; cuando nada había de presente, se recurría a la despensa, cortando jamón o chorizo de las estalactitas que de su techo colgaban; todo ello, desde luego, bien acompañado de pan; era éste unas veces de brillante corteza y miga compacta, y otras, mate y harinoso por fuera y esponjoso por dentro, según la costumbre del lugar; siempre tierno y sabroso.

No faltaba el vino “del que bebe el dueño”, tintorro o blanquillo. Tres pesetillas por barba, o cuatro a lo más, nos costaba el condumio de almuerzo o cena, y con otro tanto por dormir o desayunar, llegábamos al límite presupuestario de doce o catorce pesetas por día y peregrino.

Casi siempre eran las mujeres, ventera o posadera, las que nos hacían los honores, algunas de no muy buen genio, como la que regía el “Hotel” de Arévalo, a quien pusimos de mote “Doña Vinagre”, por méritos propios.

Llegados a un lugar, a mediodía, preguntábamos por la casa mas “aparente” para poder yantar. En Ataquines, el corro de comadres que lavaban la ropa nos recomendó por unanimidad la taberna de la Daniela, donde paraban las gentes más principales.

Perfectamente emplazada, la hospedería del Sol, de Tordesillas, nos esperaba al otro lado del puente que cruza el noble Duero. Por cierto, un enorme rebaño de merinas trashumantes lo llenaba, salido de Extremadura y en busca de pastos frescos.

Fue precisamente en la fonda más modesta, en un simple ventorro de Villar de Frades, donde encontramos el tipo de mujer castellana apañada y cabal: la señora Teresa, limpia como los chorros del oro, se revolvía bajo la campana de la cocina disponiendo la comida, pero sin perdernos ojo; utilizando la conjugación interrogativo-negativa, nos freía a preguntas al mismo tiempo que las patatas; no podíamos ser ingenieros, porque parecíamos demasiado jóvenes; tampoco toreros, porque nuestro tipo - zancudo y cansino - no era precisamente el más apropiado para dar el paseillo. Un arriero narizotas y zumbón que se arrimó al olor de la fritanga, nos calificó de “inspectores de Primo de Rivera”.

Total, que tuvimos que declarar nuestra condición de peregrinos a la señora Teresa, porque si no, revienta; y entonces ella, sublimada en cristiano, borbotó en abundoso manantial de sabiduría, de la verdadera, que no está al alcance de los eruditos, sino a mano de los virtuosos.

En la señora Teresa rendimos homenaje a la mujer castellana. Fiel trasunto de la mujer fuerte del Antiguo Testamento, también con el producto de sus manos plantó una viña, y su marido, bien equipado, hacía un buen papel en las asambleas del pueblo. ... ... ...

En Castilla, como en todos los pueblos bien gobernados, rige el matriarcado. Es la mujer el eje del hogar, y sobre ella pesan las relaciones sociales; su marido la admira, y sus hijos la respetan; sacrificada en sus propios goces, disfruta con la felicidad de los suyos; nunca servil,y siempre servicial; la mujer castellana es el ánfora que guarda las esencias primarias de nuestra raza; la cepa que de tierra seca y pedregosa saca jugo de generoso licor.

Pero volviendo a la señora Teresa, diremos que a su portal acudieron numerosas vecinas para terminar pronto entre todas el equipo de la novia, ya amonestada. La tormenta que de repente se armó nos permitió disfrutar de aquel escenario, donde los personajes hablaban un castellano que para sí quisieran algunos saineteros, que con palabras zafias en boca de los pueblerinos, tratan de hacer cosquillas al público urbano.

Al despedirnos del grupo, una viejuca nos dijo quedo: “acuérdense de rezar por mi Juan, que marchó a Melilla, y no volverá.

En Mota del Marqués nos brindaron hospitalidad unas distinguidas señoras que llevaban dignamente un revés de fortuna, doña Carmen y doña María, sentadas en el portalón, enseñaban a las mocitas del pueblo el difícil arte de hacer encaje de bolillos.

Por no cansar, dejo por describir la noble sala y las limpias alcobas; sólo diré que al zambullirnos en las camas nuestros pies magullados resbalaron como sobre nieve en sábanas de hilo almidonadas. La biblioteca del despacho hubiera hecho feliz a cualquier bibliófilo, pero hizo desgraciado a mi hermano Alberto por no poderla agotar; desde un Don Quijote, edición 1740, hasta un docto tratado, forrado en piel, titulado Arte feliz de conservar la vista.

También la joven maestra, que con ellas estaba de pupila, merece nuestro recuerdo: fina y educada, cumplía celosa su tarea diaria, esperanzada siempre con algo que algún día habría de llegar. ... ... ...

Era jueves, 24 de junio. Día de San Juan, cuan do, al anochecer, llegábamos a Benavente. La peregrinación por Castilla había terminado. ... ... ...

Hay en Benavente una “Hospedería de Peregrinos”, que desde su fundación acogió a todos los que venían de Europa entera por vía de Roncesvalles. Su magnífica fachada de piedra muestra la importancia de tales peregrinaciones en tiempos pasados, y el interior, convertido en hospital, es clara prueba de lo decaída que está en la cristiandad la veneración hacia el sepulcro del Apóstol.

Para nosotros, aunque no nos hospedamos en ella, fue una gran alegría verificar en aquel hito nuestro camino hacia Santiago. Allí nos uníamos, aunque muy a la zaga, a todo el cortejo de reyes y prelados, monjes y eclesiásticos, caballeros y pecheros, penitentes o romeros, que durante centurias habían venido en pos de la estrella. A todo lo largo de esta ruta peregrina, muchos pueblos y lugares llevan el apellido genérico “ del Camino”, porque tal ruta de Compostela tiene en la geografía propia sustantividad.

Las aguas frescas y claras – nieve derretida de las montañas cantábricas – llegan a Benavente, formando los ríos Esla y Orbigo; en las de este último nos zambullimos a placer, y me temo que las enturbiamos bastante después de hacer nuestra “colada general”. Desde que atravesáramos el Duero no habíamos encontrado caudal de agua que nos cubriera más arriba de los tobillos. ... ... ...

Este ha sido un relato de nuestro Camino, una muestra más que certifica la vigencia del mismo a través de los años y siglos. Una verdadera joya que quiero compartir con vosotros y que está entresacado del libro:

CAMINANDO A COMPOSTELA
autor: Javier Martín Artajo.
ISBN 84-220-0491-7
Editorial Católica.
Primera edición: 1954
Segunda edición:1976

Paco Serra, Navidad de 2009 a tiro de piedra del Año Santo 2010

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